El pasado 3 de abril tenía lugar en Egipto un espectáculo único, inigualable, nunca visto hasta ahora. 3000 años después de su muerte, las momias de algunos de los grandes faraones del antiguo Egipto salían de su descanso para ser trasladadas a un nuevo museo donde ser contemplados por el gran público.
En total 22 momias fueron trasladadas en medio de innumerables comentarios sobre las temidas maldiciones que siempre han rodeado al hecho de perturbar el descanso de los muertos.
Estas momias cambiaron su emplazamiento en medio de un grandísimo espectáculo en el que se les hicieron honores de Estado, y del que el mundo entero fue testigo, un desfile pomposo y genuino que nunca antes habíamos visto.
En ‘Cuarto milenio’ hemos contado con dos “invitados” muy especiales, dos recreaciones de momias elaboradas por el gran Juan Villa y que representan los cadáveres incorruptos de dos personas que vivieron y murieron en el antiguo Egipto.
La momia de Ramsés III es probablemente una de las momias que mejor se conservan de entre todas las que hay en la colección egipcia que acaba de ser trasladada al museo de la civilización. La momia de Ramsés III es precisamente la que ha servido de prototipo para las grandes producciones cinematográficas y la que cuenta detrás con una de las historias más interesantes.
Nuestro experto Nacho Ares ha explicado en la nave del misterio que Ramsés III fue protagonista de una serie de complots que se generaron en su entorno más cercano, y en especial a cargo de una de sus esposas que pretendía que su hijo fuese su sucesor.
Tal y como revela la momia de este faraón, Ramsés III tuvo un horrible final, un asesinato producido por un corte en el cuello que se aprecia perfectamente en su cadáver, además de un papiro judicial de la época que relata la traición de la que le faraón fue objeto por parte de una de sus esposas, de algunos de sus hijos y de personas de la corte del dirigente.
Pero no solo las momias de reyes cuentan historias apasionantes. Es el caso de la momia “desconocida E”, el cadáver de una persona que no está identificada y que supone un auténtico deshonor para la época: “Si se tenía un nombre se garantizaba tu paso a la vida eterna, si no había nombre en la tumba se estaba condenado al limbo de las tinieblas”.