Hubo un tiempo en el que cualquier rival que pelease contra Tyson a lo máximo que podía aspirar era a quedar segundo. Corrían los años 80 y ver un combate de “Iron” Mike era lo más parecido a asistir a una estampida de búfalos a los que les hubieran calzado en los cuernos unos Everlast de ocho onzas.
Michael Gerard Tyson, Mike Tyson, cumplía escrupulosamente los peores tópicos del boxeo de novela negra: padre desconocido, madre alcohólica, acoso y fracaso escolar, delincuencia juvenil, bajos fondos (“He vivido en sitios en los que vosotros no os atreveríais ni a cagar”, dijo)… Y el boxeo como redentor, de la mano de un entrenador de buen corazón: Cus D’Amato. Ni Clint Eastwood habría caído en tanto estereotipo.
Al viejo Cus le llegó el chaval directamente desde el reformatorio. Tenía 13 años y el futuro escrito en un folio en llamas. Pero D’Amato consiguió que el boxeo fuera la válvula de la olla exprés en la que se cocinaba el estofado de rabia que era Tyson.
Y aquel chico salvaje, problemático y deslenguado, objeto de burlas por su ceceo, se convirtió, guiado por D’Amato, en el campeón de los pesados más joven de la historia, el hombre que nos levantaba de madrugada para disfrutar de apenas unos segundos de boxeo antes de sus atroces nocauts.
Tyson generaba fascinación por su boxeo y su feroz estampa: Era bajito para la categoría, pero su físico parecía estar envasado al vacío. Y el voraz boxeo que se almacenaba en la santabárbara de sus guantes era devastador, de una velocidad de ésas que sólo le adjudicamos en propiedad al mismísimo diablo. Y tenía la precisión de un francotirador de élite conduciendo un buldócer. Y su Dempsey roll era algo así como ver acercarse el segundero nervioso del cronómetro de una bomba de relojería.
De contraste, la bestia también nos deja su imagen sosegada en el único lugar en el que parecía encontrar la paz: cuidando tiernamente de sus palomas en una desvencijada azotea de Brooklyn. Más o menos como ver a King Kong podando con delicadeza unas orquídeas.
En sus dos primeros años como profesional Tyson ganó 29 combates, 26 terminaron en KO, 15 de ellos en el primer asalto y 5 en el segundo. Y el 90 por ciento de sus rivales, durante toda su carrera, quedó dormido bajo el cloroformo de sus guantes.
Así que sólo había alguien que temía a Tyson más que sus rivales: los responsables del pay per view: ¿quién iba a pagar decenas de dólares por ver por televisión un combate que se decidía en apenas unos segundos?
Tyson unificó las coronas en 1987. Y no hubo un pesado relevante al que no se enfrentara.
Pero el guion de su vida quiso seguir tirando de tópicos: la muerte de su entrenador/padre lo terminó despeñando por la cuesta abajo de la derrota. No sólo la deportiva: Buster Douglas lo noqueó por primera vez en 1990. También la vital: drogas,
exceso, violencia familiar, tres años de cárcel por violación, robos, descontrol, agresiones, las deudas poniéndole contra las cuerdas, y el famoso mordisco en la oreja a Evander Holyfield que le costó la licencia para boxear y una multa de tres millones de dólares. Después de eso volvió a combatir en diez veladas. Sólo salió victorioso en cinco.
Tyson, que había ganado 300 millones de dólares, se declaró en bancarrota en 1994. Buena parte de su fortuna se quedó enredada entre la cabellera del promotor que le sangró, Don King, ya saben, el hombre al que el pelo se le transformó hace años en una hoguera cenicienta y humeante.
“La verdadera libertad es no tener nada”, dijo. “Era más libre cuando no tenía ni un centavo”. Suya es también una de las frases del boxeo que mejor resume la vida: “Todo el mundo tiene un plan hasta que le dan la primera hostia”.
A los 58 años, pero con un físico robado a una foto suya de hace veinte, “el hombre más malo del planeta” se ha vuelto a subir a un cuadrilátero para una pelea profesional. No lo hacía desde 2005. Ha sido en Texas, contra el youtuber de aspiraciones pugilísticas, Jake Paul, treinta años más joven.
Y nosotros nos hemos levantado de madrugada creyendo que nuestro yo de quince años se iba a reencontrar felizmente con aquel salvaje. Y hemos querido apostar por lo imposible: dar una lección al jovencito irreverente. Apuntarnos a un último baile, a una última bala, a un último k.o.
Apenas duró dos minutos nuestra ensoñación. Porque la vejez es una boxeadora zurda y sucia que siempre conecta golpes bajos. Y por primera vez sufrimos viendo al Demonio arrastrando los pies camino de su esquina. Frágil y desorientado. Y maldijimos a quien autorizó tal espectáculo. Y quisimos que aquello acabara cuando antes y que no fuera con él sobre la lona. Quizá porque en esa caída estaría también la nuestra, la de los años, la de la vida que se nos ha ido pasando, la de saber que ya no somos quien éramos o que quizá nunca lo fuimos…
Y aún así quisimos creer, hasta el último segundo, en el golpe crepuscular que nos redimiría del abismo amenazante de la decadencia. El golpe que nunca llegó…Porque terminó el combate y, con el alma encogida, adivinamos inesperadamente en los ojos del Diablo la vulnerabilidad, la aceptación, la derrota, el cansancio…
Mientras, en la otra esquina levantaba el puño un chaval condescendiente que no quiso abusar de la decadencia del mito, algo así como una oveja cuidando con mimo al viejo y herido lobo…
Quien crea que la vida no se parece al boxeo sabe muy poco de boxeo y nada de la vida. Lo de hoy no empaña la historia del viejo Mike. Quizá la consolida. Porque la historia de Tyson es de esas que tanto gustan al público: la de la redención del mito hundido. La de quien gana su dignidad reconociendo su derrota. La de quien se levanta otra vez después de una caída.
La nuestra es las de los que todavía seguimos buscando un plan después de la primera hostia…