Las iglesias románicas como la de Alaiza debieron de estar repletas de simbología excepcional. Escenas bélicas, mundanas, mágicas y esotéricas formaban un alocado laberinto teológico. Símbolos claramente paganos como el centauro o el árbol de la vida se entremezclan con peregrinos, oferentes y caballeros. Sin embrago, hoy solamente vemos un baile de imágenes sin sentido cuyo significado se nos escapa de las manos.
Su aspecto es ambiguo, en ocasiones pavoroso. Todos los personajes aparecen vestidos o dibujados con un grafismo terrorífico más cercano a la fantasía de nuestro siglo XXI que a la pintura medieval. En un extremo vemos a un hombre encapuchado observando desde las alturas con grandes ojos desorbitados. En otro, una mujer con la mirada de otro mundo parece protagonizar una escena grotesca que nadie se atreve a explicar. Y en el centro destacando sobre el conjunto el asalto a un castillo y escenas de torneos que no deberían estar allí.
La presencia de estas figuras apocalípticas en el lugar más sagrado de la iglesia está lejos de ser casual. Si su explicación no encaja en la ortodoxia de la época quizá haya que buscar la solución en otro plano, en el mundo esotérico. El ábside de Alaiza ofrece una escena caóticamente organizada donde cada símbolo parece desempeñar un papel en un registro determinado desde el mundo terrenal hasta el plano superior más espiritual repleto de símbolos paganos.