‘Cuarto milenio’ trae esta semana historia la desgarradora historia de los conocidos como ‘caras rotas’, esos combatientes supervivientes de la mortífera Primera Guerra Mundial que, pese a sobrevivir al conflicto, su vida nunca volvió a ser la misma.
Miles de personas que a causa de la metralla y los productos químicos usados en la conocida como ‘la gran guerra’ perdieron para siempre sus caras convirtiéndose en auténticos monstruos a opinión de todos los que se encontraban con ellos. El Doctor José Cabrera nos habla así de esta tragedia:
“De los veinte millones de heridos que hubo en la Primera Guerra Mundial miles de ellos quedaron completamente desfigurados por la metralla y las balas de aquella época, esos monstruos vivientes consiguieron vivir gracias a la labor desinteresada de los precursores de la medicina estética, doctores y escultores en algunos casos que trataron de crear máscaras con las que cubrir esas tremendas deformaciones que aterraban a todos los que las veían”.
El doctor Cabrera habla de las prótesis que crearon personas como la escultora Anne Coleman, una mujer que viajó hasta Europa para tratar en primera persona a todos esos miles de hombres desfigurados que en algunos casos, presos de la desesperación, llegaban incluso a acabar con sus vidas por el rechazo social que les marginó.
Coleman creó máscaras con las que cubrir sus rostros, prótesis que les otorgaban algo de dignidad y que en algunos casos les salvaron la vida: “Con esas máscaras puestas sus hijos dejaron de llorar al verles y sus mujeres volvieron a poder acostarse con ellos sin miedo, incluso pudieron volver a encontrar trabajo, algo que con sus visibles heridas les resultaba imposible”.
Según los expertos en el conflicto y algunos médicos en cirugía estética, los productos utilizados en la gran guerra junto con la metralla de los proyectiles usados causaron heridas nunca antes vistas: caras en las que faltaban las narices o los ojos, mandíbulas que desaparecían pero conservaban los dientes dejando un aspecto aterrador, carrillos convertidos en agujeros que dejaban ver los huesos.
Todas estas personas, además de sufrir un cambio drástico en sus rostros, tuvieron que soportar multitud de operaciones y dolorosas curas que terminaban en la mayoría de los casos en desagradables infecciones. Los conocidos como ‘caras rotas’ crearon una gran repulsión y rechazo en la población que les recibió, toda una generación de hombres jóvenes que, tras sobrevivir al conflicto más sangriento de la historia moderna, tuvieron que soportar el rechazo de las personas que deberían haberles recibido con calor y familiaridad.
Se contaron por cientos los combatientes que se acabaron suicidando incapaces de soportar el rechazo y las miradas asqueadas de sus familiares y vecinos: “En Inglaterra incluso se llegó a plantear la idea de agruparlos en una especie de gueto idílico en el que no se juntaran con los demás ciudadanos”. Muchos de ellos terminaron sin trabajo, vagando solos por la calles o convertidos en ermitaños. Los pocos que consiguieron seguir con sus vidas lo hicieron empleándose en trabajos como el de acomodador de cine, un lugar oscuro en el que no ser visto y así no asustar a los demás.
El papel de Anne Coleman a la hora de restaurar estas vidas rotas fue fundamental, y es que no solo “reparó” sus rostros, también reparó sus almas: “Coleman esculpía en su taller máscaras con el rostro que las personas tenían antes de la guerra, fabricando prótesis con las que los mutilados faciales pudieran recomponer sus rostros, se ayudó de fotografías pasadas de los soldados y creo, con gran suerte en algunos casos, unos resultados especialmente impresionantes”.
Al principio Coleman las pintaba con óleo, pero al notar que esta pintura se resquebrajaba comenzó a hacerlo con esmalte, un material más resistente. Aunque estas máscaras no permitían la movilidad, sí que les devolvía a estos hombres la dignidad que habían perdido. Coleman fue en muchos de los casos la salvación de muchos hombres: “Coleman, cuando regresó a Estados Unidos, recibió multitud de cartas de agradecimiento de soldados que habían podido volver a abrazar a sus hijos, a acostarse con sus mujeres o a pasear por la calle sin provocar el temor de los viandantes”.