En octubre de 1989, la larga y siniestra sombra del accidente radioactivo de Chernóbil planeó sobre la central nuclear de Vandellós, Tarragona. El incendio, provocado por la ruptura de una turbina, desencadeno una serie de fallos que podrían haber terminado en una tragedia. El descontrol y pánico cundía entre técnicos y responsables ante los crecientes problemas: “Si fallaban los ordenadores que regulaban la refrigeración del reactor, podría explotar causando una explosión nuclear que arrasara kilómetros”.
Aunque se tendría que haber evacuado preventivamente a la población para evitar daños a la salud pública, la central nuclear siempre suavizó la realidad de lo que estaba ocurriendo. Además, un año después del incidente, aparecieron abandonados en las inmediaciones de la central materiales radiactivos metidos en cajas de madera.
Los trabajadores de la central acudieron voluntariamente a ayudar. La situación se salvó gracias a ellos y a los bomberos, pero nunca fueron reconocidos: “Salvamos la planta y nos tratan como malditos”. Tuvieron que trabajar a oscuras, con linternas, en salas llenas de humo negro y siendo plenamente conscientes de que se estaban jugando la vida.