Iker Jiménez ha traído hasta la nave del misterio la triste historia de tres gimnastas que marcaron una época en los Juegos Olímpicos. Se trata de Olga Kórbut, Nadia Comăneci y Elena Mukhina, tres vidas marcadas por la Guerra Fría y las técnicas de hipnosis, control mental y meditaciones a las que fueron sometidas con el fin de convertirse en estrellas de la gimnasia.
Tenía 17 años pero parecía que tenía solo 13. Era la final olímpica de Munich ’72 y esta joven rusa dejaba al mundo con la boca abierta al realizar un salto mortal, verdaderamente mortal, que sería desde ese mismo momento prohibido por su tremenda peligrosidad. Sería el inicio de una carrera meteórica que pasaría por recorrer el mundo vitoreada y aplaudida, pero que acabaría con Kórbut alejada del deporte tras una larga serie de abusos y malos tratos.
Esta gimnasta rumana saltaba a la fama en el año 1976, la contra réplica inesperada, alguien dispuesta a arrebatar por fin el cetro y las medallas al ejército rojo. Tenía apenas 14 años y su impacto fue tal que llegó a obtener algo totalmente inesperado, la puntuación perfecta, inalcanzable, hasta en siete ocasiones: el 10.
La historia de Nadia cambiaría radicalmente cuando su pasión por el deporte dejaba paso a una huida desesperada por abandonar Rumanía tras años atrapada por los servicios secretos.
Tras una rivalidad de años, Moscú decide en 1980 “crear a la gimnasta perfecta”. Los mandamases de la KGB planean moldear a una niña huérfana para aunar lo mejor de Kórbut y Comăneci y así recuperar el cetro del poder que les había sido arrebatado tiempo atrás.
La niña, de padre alcohólico y madre fallecida en un incendio, encarnaba a la perfección la figura de la vulnerabilidad, una figura que acabó tetrapléjica cuando su entrenador la forzó a realizar un ejercicio para el que no estaba preparada: “Sabía que me iba a romper el cuello, era una lesión anunciada”.