Fui a un Mundial de League of Legends y volví un poco más enfermo
No puedo dejar de mirar las fotos de lo sucedido el pasado fin de semana en Berlín. Como jugador y aficionado, el baloncesto ha sido el deporte que mejores momentos me ha brindado. Pero como espectador, han sido las competiciones de videojuegos las que me han hecho vibrar con mayor intensidad. El último Mundial de League of Legends, jugado en Europa, ha sido una de ellas.
Hay una discusión permanente que vuelve como un rodante cada cierto tiempo: alguien habla de ‘enfermedad’ o ‘adicción’ al referirse a quienes intentan superarse jugando durante diez horas seguidas a un videojuego. Entonces las redes sociales estallan. Ocurre por desconocimiento: en los medios de comunicación, en la calle. Pasa hasta en las mejores familias. Es en esas ocasiones cuando recuerdo la época en la que yo lanzaba balones a tablero hasta la extenuación, después del entrenamiento diario, para mejorar ese tiro imposible desde el poste alto. Por pura pasión. Estaba enganchado, lo reconozco. Era un adicto que soñaba con convertirse en alguien tan 'enfermo' como Jordan o Gasol. Pero las cosas han cambiado, y los ídolos también. Aunque la mayoría todavía no logre comprenderlo.
Llegué a Berlín el viernes a primera hora de la mañana. Sin dormir. Después de una intensa noche de trabajo y un viaje de madrugada. Mi intención era contar al mundo lo que iba a contemplar al día siguiente: un montón de enfermos reunidos para ver a los mejores jugadores del mundo. Lo primero que me sorprendió, ya en el aeropuerto, fue ver a media docena de chavales con camisetas de un equipo y cuadernos para autógrafos en la terminal de salidas. Me sobrepuse al sueño y les pregunté a quién esperaban. "A los jugadores", me dijeron, "seguro que hoy aquí aterriza alguno". No eran aficionados del Hertha de Berlín, ni del Bayern de Múnich. Eran seguidores ingleses de Fnatic, uno de los clubes de deportes electrónicos (eSports) más emblemáticos de Europa. Me alejé bostezando y, al girarme, vieron mi ‘press kit’ con el logo del juego. Me siguieron un trecho, intentando reconocer en mí a algún periodista famoso.
Berlín tiene tres millones y medio de habitantes, ha celebrado un Mundial de fútbol y solo hace unos meses acogió la fase previa del Eurobasket. Una final del Mundial de League of Legends en el Mercedes Benz Arena no alteraba la ciudad, pero 18.000 almas estaban preparándose para cumplir un sueño: ver en directo a los mejores jugadores del mundo de League of Legends. Corea contra Corea. La meca de los eSports. Como un Kárpov-Kaspárov para los fans del ajedrez. SK Telecom T1 y Koo Tigers, dos equipos formados por jugadores profesionales de videojuegos. Sí, chavales que pasan diez horas al día sentados frente a un ordenador. Como yo algunos días en la redacción, pero 'jugando' a un videojuego con el objetivo de convertirse en los mejores del mundo. Fama, dinero... Consecuencias del éxito deportivo. Pero también orgullo. Ser los pioneros, levantar la copa bajo una lluvia de gritos y fuegos artificiales. Pero con un precio: abandonar la vida cómoda y tranquila de un adolescente de 18 años para invertirla en exprimir al máximo la máquina. Como cualquier deportista de élite.
He tenido la oportunidad de estar en muchos estadios y pabellones. Más por afición que por profesión. Y cualquiera que haya visto una competición de eSports podrá decir que el ambiente es el mismo; incluso más deportivo. Hinchadas con camisetas de todos los equipos, hasta de los que no juegan. Aplausos, ovaciones, gritos. Nada de abucheos, nada de silbidos ni insultos.
Hablo con una pareja española que ha hecho 2.000 kilómetros para comprar una entrada y asistir a la final, y me pregunto si están más o menos enfermos que los jugadores, más o menos enganchados. ¿Enfermos porque aquí nadie tira botellas al campo? Nadie se mete con los ojos rasgados de Faker, un chaval de 19 años que levanta su segunda copa del mundo bajo una lluvia de chispas de fuego. Cientos de cámaras. Decenas de operadores, realizadores, técnicos, comentaristas, presentadores de distintas partes del mundo. Miles de voces llenando un estadio, poniéndome la piel de gallina mientras la cámara me tiembla en la mano.
Y me pregunto si yo también he enfermado como para hacer este viaje. Si soy adicto porque prefiero quedarme en casa algunos sábados para ver un partido de videojuegos. Porque empiezo a ir al bar entre semana con los amigos, y no para ver la Champions League, sino la League of Legends Championship Series desde la barra. Brindamos con cerveza. Somos de diferentes equipos, nos gustan diferentes jugadores, nos emocionamos con los parroquianos y, cuando llegamos a casa, jugamos creyendo ser ellos. Como creemos ser los otros, cuando movemos un balón de un lado a otro de la cancha. Y retrasamos la cena. Y trasnochamos. Nos reconocemos en el metro, hablando del último partido, comentando el último cambio en el juego. Enganchados, adictos, por culpa de esta bendita enfermedad.