Jota y el triatlón: Una historia de fe, sudores y alegrías (Segunda parte)
Supimos de su pérdida y de su afán por encontrar en la adversidad un punto de empuje sobre el que hacer palanca y propulsarse hacia un reto descomunal: convertirse en uno de los mejores del mundo en la disciplina del triatlón paralímpico.
En esa primera entrega hablamos de la carrera a pie.
Esta segunda nos sirve para zambullirnos con él en un segmento fascinante y agónico: la natación.
Sin duda, uno de los deportes que más beneficios reporta para la salud y el aspecto físico. Y uno de los deportes, sin duda también, más exigentes.
Requiere técnica depurada en un medio hostil.
Demanda fuerza y elasticidad.
Y pone a prueba, sobre todo, las capacidades mentales de los triatletas, su habilidad para sobreponerse a la monotonía en estados frecuentes de semiasfixia, con los niveles de ácido láctico clavándose en cada fibra de cada tejido de cada músculo empleado en el empeño de desplazarse con eficiencia a través del agua: ese elemento que nuestros antepasados más remotos decidieron abandonar (por algo sería) hace miles de años.
Porque para rendir adecuadamente en este segmento es necesario entrenar un mínimo de cuatro días a la semana. Generalmente en piscinas de 25 metros. A razón (y tiramos por lo bajo), de unos 3000 metros por sesión. O sea, 120 largos. Es decir, más o menos, como esos hamsters haciendo girar la rueda día tras día.
Sí. La natación puede resultar muy aburrida para los que ven.
Imaginen para una persona invidente, sin más referencia que el sonido de su braceo y su respiración entrecortada.
Pero además, ¿se han preguntado cómo consigue mantener la trayectoria adecuada?
O, simplemente ¿cómo sabe que va a llegar a la pared?
De esto, y de muchas más cosas, se ocupa La vida anfibia de J.
Redacción: David Jiménez
Imagen: Eduardo Payán