¿Conoce a Nader el Masri? Posiblemente no. Nader es -se mire por donde se mire- una máquina: corre los 5.000 metros en 14:25 minutos y en 2008 participó en los juegos Olímpicos de Pequín. Entrena como los mejores, pero no compite con los mejores. Ni siquiera compite cuando quiere; sólo se calza las voladoras cuando recibe la autorización correspondiente, y eso no ocurre muy a menudo. El pasado viernes, por ejemplo, se perdió el maratón de Belén, en Cisjordania, porque Israel le negó el salvoconducto. Y se había entrenado duro. Pero ser atleta en Gaza no es fácil, ni siquiera para el mejor fondista palestino de la historia; sospecho que nada es fácil allí para nadie. También sospecho que no poder correr es el menor de los problemas que se le puedan presentar a un gazatí, pero es la minucia que ilustra dramas mayores. El caso de Nader ha despertado las críticas de casi todos: de asociaciones palestinas e israelíes, entre ellas la organización israelí de derechos humanos, la "Gisha", que ha elevado el caso al Tribunal Supremo.
La solución para Nader -si llega- llegará tarde. Pero él volverá a entrenar duro en esa jaula imaginaria que es la franja de Gaza: un rectángulo de 45 kilómetros de largo por 8 de ancho, que produce claustrofobia sólo de pensarlo y que para un fondista debe ser una tortura. Un corredor imaginario podría comenzar a trotar al norte, en Erez, atravesar la ciudad de Gaza, seguir hacia el sur hasta Bureij y Khan Yunis, y terminar en el paso de Rafah, en el extremo meridional de la Franja. Habría completado algo más de un maratón, entre caminos polvorientos, alambradas y miradas amenazantes de militares armados.
Pero todo lo que pude empeorar, empeora; y si Nader lo tiene difícil, todavía lo tienen peor las corredoras palestinas. El año pasado, la Autoridad Nacional Palestina, gobernada por Hamas, prohibió a las mujeres participar en el maratón de Gaza, una prueba organizada por la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, la UNWRA. Ante esa "decepcionante decisión", Naciones Unidas suspendió la prueba. O corremos todos, o no corre nadie.
Nunca falla: siempre que algo puede funcionar, aparecen la política o la religión para estropearlo. O para aprovecharse de ello. Un ejemplo reciente: ayer se disputó en Corea del Norte el maratón de Pyongyang, y por primera vez en la historia, la prueba se abrió a atletas aficionados internacionales. El inefable Kim Jon-un ha olido el negocio. Si en 1971, el ping-pong estrechó lazos entre China y Estados Unidos, ahora el running abre una brecha en el paralelo 38, una rendija para que corra el aire y se lleve los hedores de purgas políticas, juicios sumarísimos y ejecuciones al amanecer. A orillas de río Taedong, en una mañana de primavera, el "líder supremo" se inviste de modernidad al paso de cientos de maratonianos.
Lo de Kim Jong-un tampoco es nuevo. A Emile Zátopek los sucesivos gobiernos de Checoslovakia lo elevaron a los altares, hasta otorgarle el rango de coronel del ejército. Pero cuando el héroe nacional dio su apoyo a la revolución del 68 lo degradaron sin titubeos. El recordman mundial y campeón olímpico acabó sus días de barrendero para ganarse el pan.
No debemos sorprendernos. Como todo el mundo sabe, a los políticos -en general- les apasiona el atletismo, casi tanto como la danza contemporánea o el hockey sobre hierba. Les gusta especialmente, fotografiarse con campeones cuyos nombres desconocen. A veces, incluso se animan a trotar: lo primero que suelen hacer es llamar al fotógrafo, luego intentan no matarse simulando que corren. Sus asesores están convencidos de que esas fotos refuerzan su imagen de líderes dinámicos y atractivos. Los demás pensamos otra cosa. En esa tesitura hemos visto a George W. Bush o David Cameron, también a Aznar, siempre ultracompetitivo (tiene pinta de lanzar codazos al hígado a quién intente rebasarle ) y a Zapatero, que me consta que se ha enganchado y que se interesa por el running.
Cuando veo a un político corriendo (sobre todo si está en activo) me pongo alerta; huelo algo sospechoso. Me ocurre lo mismo que cuando recibo una llamada injustificada del banco o de mi compañía de seguros. ¿Qué querrán? No puedo evitar sentir que pretenden aprovecharse de mí o venderme algo.