-¿Qué son tus piernas?
-Muelles. Muelles de acero.
-¿Y qué van a hacer?
-Llevarme a toda velocidad
-¿A qué velocidad?.
-A la de un leopardo.
-¿Y a qué velocidad vas a correr?.
-A la de un leopardo.
-Pues veamos cómo lo haces.
El chico corrió. ¡Vaya si corrió! Pero, desgraciadamente para él, no tan rápido como un leopardo ni como las balas que silbaban en las trincheras. Este diálogo inaugura y clausura "Gallipoli" (Peter Weir, 1978).
La invitación a ver "cómo lo haces" es -al mismo tiempo- una invitación a pensar para quién corremos. Esa es la cuestión. Tras ella se esconde lo más profundo de nuestras motivaciones. Una repuesta sincera a esa pregunta nos define como atletas mucho mejor que la consabida por qué corremos.
Correr para alguien es, al mismo tiempo, correr contra unas expectativas. Y las expectativas no son otra cosa que la presión vestida de etiqueta. Ante la duda, un consejo: decepcionemos cuanto antes, nos quitaremos un gran peso de encima. Defraudemos pronto y viajaremos mucho más ligeros.
Es más, disfrutemos del acto soberano y libre de defraudar. Seamos como Colin Smith , el protagonista de "La soledad del corredor de fondo" (Tony Richardson, 1962) "La soledad del corredor de fondo". Recluido en un reformatorio y sometido por unos guardianes implacables, Colin a punto de llegar a la meta, decide renunciar a la victoria como acto supremo de libertad; es el único gesto de rebeldía que se puede permitir. Y nada le hace más feliz que decepcionar al claustro escolar que tanto esperaba de él. Colin corría para él o contra el mundo. Corría para ser libre.
El británico Harold Abrahams también llevaba dentro un rebelde, si se puede ser rebelde vestido de frac, fumando puros y bebiendo champán francés en los exclusivos salones del Caius College del Cambridge de entreguerras. Como atleta, Abrahams se rebeló por ser judío, por coquetear con un profesionalismo inaceptable en un mundo de gentlemen amateurs, y por una ambición desmedida que le cegaba ante el sueño de un oro olímpico en los juegos de París, 1924. Demasiadas expectativas que superar en los fugaces diez segundos de los cien metros lisos. Abrahams era rápido, pero no era un corredor libre. Afortunadamente para él, todo cambió (a mejor) en cuanto decepcionó. Es uno de los momentos cumbre de "Carros de fuego" (Hugh Hudson, 1981)
El escocés Eric Lidddell (el otro protagonista de la película) merece una mención especial. Si Abrahams corría con presión, lo de Liddell rizaba el rizo: corría "en nombre del Señor y para que el mundo se asombre". Él mismo decía: "Cuando corro, dios se complace. Vencer es honrarle". Así no hay ser humano que se calce unas zapatillas.
Creo que sólo un personaje secundario de "Carros de fuego" corre libremente, por el solo placer de correr. Su actitud resulta muy inspiradora. Lord Andrew Lindsay, especialista en obstáculos, alineaba diez vallas en el impecable jardín de su mansión: en un precario equilibrio, colocaba una copa de champán en el filo de cada una de las vallas, se despojaba de su batín de seda, se lo cedía al mayordomo, y sin perder un ápice de dignidad se lanzaba a la carrera saltando cada obstáculo sin derramar una gota y sin perder la sonrisa. Consiguió una plata olímpica que le supo a oro.
Yo tengo las diez copas de champán, las diez vallas y la sonrisa. En cuanto elija la mansión (con jardín y mayordomo, por supuesto) me propongo disfrutar como Lord Andrew Lindsay, hasta que el cuerpo aguante… o se acabe el champán.