Intento recordar mi historia como corredor y lo primero que me viene a la mente es una carrera en una fiesta de fin curso en el colegio. Me animaron apuntarme y lo hice, teníamos que dar veinte vueltas a un circuito circular de unos 100 metros. Para un adolescente que sólo veía y jugaba al fútbol aquello era un reto sin demasiada trascendencia.
Entre mis rivales había un compañero que formaba parte de una escuela de atletismo, Luisma, el claro favorito. Se dio la salida y enseguida empezaron a descolgares corredores, a falta de cinco vueltas solo quedábamos Luisma y yo. Faltando tres me quede sólo, sin saber muy bien como, y gane. Aquello me pareció una final olímpica, el público aplaudiendo y yo subiendo a lo más alto del cajón a recibir una medalla de oro. Tal fue mi orgullo y dosis de motivación que no volví a correr en cinco años.
Cuando uno de mis colegas de fiestas, Juan Carlos, decidió apuntarse a la Behobia-San Sebastián con 21 años en un alarde de insensatez le dije, -¡Si la haces yo entreno contigo!- Así volví a correr, un par de meses saliendo tres veces por semana arrastrandonos por las calles Donosti. Y los fines de semana juergas. Sólo recuerdo una salida tres días antes de la carrera en la que disfruté algo, el resto fue puro sufrimiento. El día de la carrera le acompañe durante los últimos cinco kilómetros y lo único que me falto hacerle para que lo consiguiera fue llevarle a hombros y el boca a boca. Llegó medio muerto. Después de eso deje de correr y me dedique a la bici de montaña durante unos años.
Con 26 años volví de nuevo, había engordado demasiado, corría con mi camiseta y pantalón de algodón y las primeras zapatillas que pillaba. Siempre iba a subir cuestas, no se muy bien porqué. A la media hora no podía más y paraba donde estuviera, me daba algunas caminatas de más de una hora para volver a casa. No se si iba rápido o lento, ni cuantos kilómetros hacia, solo se que subía cuestas. Así me tire unos cuantos años, tan pronto salía tres días por semana como ninguno, pero mi barrera siempre estaba en los 30 minutos.
Con 30 empece a poder considerarme un corredor regular, dos o tres veces por semana pero nunca más de 45 minutos. Compre mis primeras zapatillas de correr, todavía recuerdo los callos que me hicieron. Corría de vez en cuando con algunos amigos, normalmente mucho mejores que yo y que me hacían sufrir demasiado. Los corredores populares eran todavía escasos y el que corría lo hacía de verdad, menos yo. Pero me pico el gusanillo y ya no he dejado de correr.
En 2010 hice mi primera carrera popular y ese fue otro punto de inflexión. No es que sea muy aficionado a las carreras pero me permitió descubrir que apuntandome a dos medias maratones al año, una en primavera y otra en otoño, me obligo a correr prácticamente todas las semanas. Soy de los que pienso que no se puede afrontar 21 kilómetros sin preparación y que los 42 están absolutamente fuera de mi alcance.
Ahora mantengo la filosofía de que corro para comer e intento disfrutarlo. Ya no me importan las marcas, corro por sensaciones, aunque es verdad que cuando las dos cosas se unen la satisfacción es plena.
Siempre hay una razón y una forma de correr solo hay que querer buscarla.