"Los presos son como perros: huelen el miedo. Por eso, aunque soy muy humanitario, les tengo que hacer saber que puedo ser un hijo de la gran chingada.." El comandante Pedraza, el jefe de seguridad del Reclusorio Sur de la ciudad de México DF, no usa el mismo lenguaje refinado que el director de la prision. Él llama a las cosas como son, porque Pedraza se pasa el día en el patio del penal. Hablando con unos y con otros. Comprobando el poderío de las mafias carcelarias. Captando chivatos para que le mantengan informado. Evaluando los riesgos de que le monten dentro un motin como el de hace unos días en Tijuana, donde murieron 17 presos.
El Comandante Pedraza, bíceps de gimnasio y bigote ínfimo de galán trasnochado, sonríe cuando le pregunto si para ser el jefe de los custodios de un penal con 6.000 presos hay que ser un poco hijoputa. "Los presos son como perros", repite.
Los hombres de Pedraza van apartando de manera más o menos violenta a todos los reclusos que nos encontramos durante nuestro paseo por el centro. No quieren que se nos acerquen. Por nuestra seguridad, afirman. Aunque a mi me parece que lo que quieren es impedir que aprovechen la cámara de Cuatro para quejarse.
Entramos en uno de los pabellones. Hablo con dos presos dentro de una celda. Sonríen. La presencia de Pedraza impone. Está diseñada para cuatro reclusos, pero dentro duermen once. "¡Once!", exclamo. "Si, -responden- nos arreglamos durmiendo en el suelo", y siguen sonriendo. La presencia de Pedraza... Cuando salimos me doy la vuelta fingiendo que me he olvidado apuntar sus nombres. "¿Que estáis bien?. No jodáis", les digo en bajo. Ya no sonríen. Es lo que hay, musitan mirando a ese suelo húmedo.
Hay en México más de 200.000 presos hacinados en penales antiguos y saturados. La prensa local le llama "universidades del crimen". El sistema penal mexicano permite compartir celda a los asesinos convictos mas duros, con un recién llegado preventivo por un delito menor. Si no se malea sólo, le harán la vida imposible. Aquí funcionan los códigos carcelarios.
Grabamos la reseña de un recluso que acaba de entrar. Su fotografía y sus huellas dactilares. Tocar el piano, le dicen. Se llama Adrian, tiene 21 años y su alias es Bart. La orden de ingreso dice que ha cometido un robo, pero ante el micrófono, y delante de otros presos que le escuchan, asegura que participó en un tiroteo con muertos. Mentira. Sólo quiere ponerse galones ante los otros reos para ganarse, desde el principio, un respeto... El hacinamiento, la corrupción de los guardianes, los custodios como les llaman aquí, el tráfico de drogas dentro del recinto y la ociosidad de muchos presos en la cárcel, que como el de la fotografía se pasan el día sin hacer nada, mirándo lo cerca y lo lejos que queda la libertad, son algunos de los males endémicos de las cárceles mexicanas.
Hablamos con otros presos buscando en sus tatuajes ese lenguaje patibulario que nos permita saber sus delitos o su pertenencia a un determinado cártel de droga. Hay un tatuaje que se repite en los pectorales de muchos de ellos: la patrona de los presos, o como dice su oración, de los que roban y los que delinquen, la Santa Muerte. Cuando por fin nos vuelven a abrir el portón de salida de la prisión y nos montamos en el cohe a Fede se le ocurre cantar a los Estopa: "salimos de la cárcel, metemos la primera, en el loro Deep Purple, chirrían las cuatro ruedas ..."
Jon Sistiaga, desde México D.F
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