Una canción quechua
‘Oh grandes padres que después de haber sembrado frutos escogidos sobre un planeta ario e inculto, nos habéis abandonado como flores sin rocío. Guardianes de una tierra en crecimiento, llegue hasta vosotros este canto de espera y dolor. Las mieses ya están maduras, los árboles han crecido y han producido en abundancia. Nuestro deber ha terminado. Los hijos de nuestros hijos, nacidos en los surcos de una tierra extranjera, olvidarán vuestra promesa. Pero nosotros, fruto de la sabiduría llegada del cielo, no hemos borrado de la mente el rostro de los padres. Y cada día y cada noche que este planeta concede, escrutamos atentos las nubes, esperando veros volver sobre los carros de fuego a recoger lo que habéis dejado’.
Escuchar esta ancestral canción quechua, precisamente, en los confines de Perú, donde las estrellas conforman uno de los cielos más impresionantes que uno puede imaginar, sigue sobrecogiendo el alma. De generación en generación se habla a los niños de algunas localidades, de esos padres que vinieron del cielo. Padres desconocidos pero cuyo eco remoto sigue trasladándose porque se considera que es algo importante.
En el fondo, para algunos, culturas primitivas que muestran su conocimiento y que tienen una idea muy firme y que no quieren olvidar de que fuimos creados por alguien. Evidentemente es el colofón lógico, el alma de un pueblo que canta. Esa misma canción podría reproducirse en la Mesopotamia de hace 4.000 años en torno a esos dioses creadores que vinieron un día concreto (nadie sabe cuando) para crearnos.
Es curioso porque hemos visto esta semana como la ciencia especula sobre si eso pudo ser verdad. A veces la tradición, por muy arcaica que parezca, es como un mito constante que recuerda algo que quizá fue así. Es como la persona que nunca conoció a su padre y únicamente supo de él en fotografías y conversaciones. El padre con su presencia invisible acaba invadiéndolo todo, llenando de significado muchas cuestiones y acaba generando muchas preguntas en ese huérfano.
De alguna forma, muchas culturas y pueblos que en la Tierra han sido y aún son, se sienten huérfanos porque no conocen su inicio. Y aunque hoy en día interesan otras cosas, en las gentes espirituales y en los que trasladan el secreto, esa paternidad sigue presente. Es la última prueba del ADN de toda una civilización, de la especie humana.
Y es curioso, porque seguramente nunca alcancemos la respuesta, pero cuando observamos que algo extraordinario ocurre en la más remota y perdida aldea indígena del mundo maya (como por ejemplo la caída de unos trozos esparcidos como un puzle sin forma) lo primero que hacemos es crear una figura. Pensar que algo antropomorfo, algo parecido a nosotros, o más bien nosotros parecido a eso que viene del cielo, sigue estando ahí presente.
Y así en pinturas, ídolos, piedras, construcciones, ideas e iconografías de todas las civilizaciones de la Tierra. Y ahí un momento en el que el concepto Dios y el concepto que vino del cielo se confunden. ¿Algún día sabremos quiénes son nuestros padres definitivos? Aquellos que desarrollaron la consciencia humana, los que hicieron el paso de la materia a nuestra sique. ¿Fuimos ayudados en un momento de la creación y nos metieron como un ‘pendrive’ que nos hizo ser como somos en un salto no muy explicado todavía?
Seguramente todas las conjeturas científicas tienen poca validez en Sacsayhuaman, Ollantaytambo, Palpa… en los apartados y regiones que las madres, al caer la noche, siguen cantando las ancestrales canciones de los padres que ellos no olvidan y que si parece que nos han olvidado.
Nosotros seguimos en esa búsqueda, pero al final también, diga lo que diga la ciencia, que ojalá nos descubra muchas cosas, resulta que si esos seres nos construyeron y vinieron del cielo, ¿quién les creó a ellos? Se convierte todo esto en la búsqueda de un padre eterno. Somos huérfanos de algo más que los extraterrestres. De un sentido y de un misterio, que ya queda en dimensiones, de momento, insondables.
Por eso, al final el resumen es que somos hijos no sé bien de qué, pero de un enorme y hondísimo misterio.
Hasta dentro de siete días amigos.