Conocí a Arturo Pérez Reverte en 1985, pegado a una mochila, recién llegado de alguna guerra. Parecía solitario, pero tenía buenos amigos. Yo estaba perdida en un mundo absolutamente nuevo para mí. Lo detectó enseguida y se me presentó como un guardián protector dispuesto a defenderme de cualquier ataque. Siempre estaba en guardia, como buen corresponsal de guerra. Me asombraba que no le recibieran con más consideración cuando volvía de sus misiones, molido de enviar crónicas y de correr serios riesgos; él mismo nunca llegó a acostumbrarse a que un tema político menor tuviera más relieve que un drama humano, aborrecía el tráfico de influencias, los pasillos, la hipocresía.
Me dio a leer las galeradas del "El Húsar", que sería su primera novela. No le hicieron ni caso ni con esa, ni con la siguiente. La fuerza de sus lectores, el fenómeno del boca-oído, hicieron que se publicara una crítica de su tercera novela "La tabla de Flandes". A partir de ahí, el más rotundo éxito literario y... la libertad. Ya entonces me dijo que jamás iba a volver a dar la mano a nadie que no quisiera, que iba siempre a ser sincero, a hacer lo que realmente quería. Y así lo ha hecho y muy al píe de la letra. Tanto, que la literatura que hace es una cosa y los artículos otra, una especie de ajuste de cuentas con el mundo que a muchos molesta por ácidos, por duros, porque exhiben una especie de soberbia, de mirada implacable con un sentido de cierta superioridad.
Comprendo que algunos se sientan molestos, pero igual que otros reivindican el pateo en el teatro como contrapunto a los aplausos, yo, con él, reivindico el derecha a utilizar el lenguaje para hablar claro, aunque duela.
Os invito a conocerle un poco mejor a través de la entrevista que le hace Iñaki Gabilondo