Me ha atrapado la imagen y no puedo borrarla, raro en mí, en que suelo huir de algunos dramas que me cuesta digerir. Pero la historia de Antonio Meño y su madre, Juana Ortega, han borrado hoy todas las demás, desde los vaivenes políticos a los crujidos de las Bolsas.
Compartí esa imagen llevando al colegio a mi hija pequeña que, incrédula, me preguntaba si eso pasaba en España. Un muchacho en coma más de quinientos días en la calle en una tienda de campaña, acompañado por una madre reventada por una lucha larguísima para que se haga justicia. Antonio perdió su futuro como abogado , su prometedora vida, por una negligencia en un quirófano. Ahora está en la calle para poder pagar los costes de un juicio que ganaron primero para perderlo después ,en una sentencia fría e inexplicable. Porque nada puede justificar la tragedia de un chaval que entra sano para una operación y sale vegetal. Veinte años de sufrimiento siendo ignorados por una sociedad que se escandaliza por las tragedias mediáticas, pero que no reacciona ante lo que pasa a su lado.
La casualidad quiso que un médico que era estudiante entonces y que estaba en el quirófano durante la operación, entrara en la tienda de campaña y se diera cuenta de que la historia no había acabado como él pensó: con el reconocimiento de la negligencia y la indemnización que asegurara el futuro de Antonio. Ahora declarará como testigo, con lo que, aunque no se repare el daño, abrirá la posibilidad de que se acabe la agonía.
Mientras tanto, el quiosquero que está junto a la tienda, les sigue dejando engancharse a suluz, incrédulo ante el horror que ven sus ojos. La madre no deja de acariciar a su hijo, que ríe cuando lo hace, y que llora desesperado cuando escucha alguna música de la época en la que podía disfrutarla con sus amigos.