Hola amigos, en la anterior crónica estábamos inmersos en la travesía de la isla de Livingston, en la Antártida. Nuestro objetivo: alcanzar la Base Antártica Española Juan Carlos I, atravesando la isla desde uno de sus extremos.
Seguimos evolucionando en el interior de esta fantástica isla, con unos días inusualmente buenos, y aquí se dice buen día aquel que no tiene niebla o ventisca. Casi siempre el tiempo es horroroso, y las islas están cubiertas de nubosidad el 90% de los días.
Las dimensiones son mayores de lo esperado, y se alternan enormes platós glaciares que parecen no tener fin con multitud de collados y montañas brutales. Lo más atractivo de este tipo de expediciones no es alcanzar la mayor altitud, sino explorar un nuevo territorio, aunque sea parcialmente, pero es una manera de aportar tu pequeño grano de arena al conocimiento de un lugar tan inhóspito como en el que nos encontramos, y poder intercambiar esta información.
Esa fue la idea que nos trajo hasta aquí, y ¡¡que excelente idea!!, es mucho más impactante de lo que esperábamos, y eso que al principio también barajábamos la idea de escalar alguna de estas enormes montañas, aunque tuvimos que cambiar muy rápido de opinión, y luego os diré el porqué.
Las dimensiones de este lugar son tales, que dedicamos un solo día para caminar por un enorme plató glaciar que a priori no parecía tan largo.
Os tengo que contar algo que no sabía si decirlo de la vergüenza que nos dio, pero esto fue lo que paso: para meternos en este lío de travesía de este complejo y gélido lugar es imprescindible documentarse al máximo porque es un territorio que no permite el mínimo error, y sin duda lo más importante es un mapa. Nosotros teníamos ese mapa y una foto satélite aproximada, pero ¡¡se nos olvidó en el barco!!, y sólo teníamos un pequeño mapa de navegación marítima sin apenas ningún tipo de información terrestre, por lo que tuvimos que improvisar todo y agudizar la experiencia acumulada a lo largo de nuestra vida para encontrar una ruta que nos llevara hasta la base española en el otro extremo de esta gran isla helada, llena de grietas, montañas y valles interminables.
Sin duda este problema nos mantenía tensos a medida que avanzábamos, sobre todo cuando de repente el tiempo cambió, y lo que era una belleza de lugar se convirtió en una tormenta tan imprevista y radical que ahora no veíamos nada, pero cuando digo nada es nada. Solo dos metros de visibilidad, en este caos de grietas y posibilidades. Ahora empezaban los problemas de verdad.
Tuvimos que pararnos en este punto y construir un muro de dos metros de hielo a base de trozos de nieve compactada que cortábamos en forma de cuadrados para armar bien el muro de protección. Dentro instalamos las tiendas de campaña, y las sujetamos firmemente con los piolets, bastones, estacas de aluminio, etc...
La noche fue toledana, y a todos se nos pasó por la cabeza qué ocurriría si esa tempestad se prolongara por muchos días. Sería imposible moverse sin ningún tipo de información de este lugar a ciegas, por lo que o hay otra opción que esperar hasta el final de la tormenta. Imaginaos la situación, solos en mitad de cualquier punto de un irrisorio mapa, y sin casi posibilidades de pedir ayuda. ¿A quién? A la base española para que envíen a alguien con la exposición que supondría eso para el que fuera. ¿Un helicóptero? Qué absurdo, no existe ninguna manera que no sea por nosotros mismos. Hay que dejar de pensar en esto, y que el cerebro no empiece a hacer travesuras. Por tendencia el cuerpo humano es tan sabio que siempre te alerta ante el peligro, y si los riesgos son considerablemente altos, nos defendemos aumentando ese miedo, hasta el punto de no pensar claramente y cometer errores.