El encuentro con el "Yeti"
Hola amigos, después de cuatro días estoy de nuevo a las teclas en un lugar cualquiera del Himlaya menos conocido: La tierra de Dolpo.
Estamos muy cansados porque la paliza ha sido memorable…
Alquilamos unos caballos pues sabíamos que tendríamos que recorrer en tres días 120 kilómetros y además escalar una montaña de más de 6.000 metros. Así que, o contábamos con ayuda, o no sería posible.
Nos metimos esta caña en tan pocos días porque los conductores de la caravana de Yaks, la última de la temporada, sólo nos esperarían cuatro días. Si no estábamos de regreso el día convenido, ellos se irían y se cerrarían todas las puertas para salir del alto Dolpo, lo que supondría hibernar aquí o buscarnos la vida de otra manera, como por ejemplo contratando un helicóptero (vete a saber cuándo vendría y además habría que pagar un pedazo de pastón que no nos podemos permitir).
Dicho y hecho.
Salimos de Charka Bhot en dirección este por un valle apenas utilizado por las gentes locales, como mucho llegan hasta la mitad donde hay pastos para los yaks. A partir de medio valle nadie sube ya que la altura es extrema y no hay nada que interese a los habitantes locales. De hecho, aquellos que viajan al reino del Mustang nunca utilizan esta vía debido a la altura extrema, la desolación del lugar y la hostilidad del entorno. Los lugareños viajan hacia Mustang por la ruta del sur.
Pasamos todo el día a la grupa de los caballos, con unas sillas precarias, recorriendo senderos escalofriantes, con abismos de tal magnitud que, si el caballo tropezara, nada podríamos hacer. Desapareceríamos en las fauces heladas de estos cañones de los que no se ve ni el fondo.
Parece que el valle termina en un punto pero de repente los conductores de la caravana que nos acompaña, vecinos de Charka Bhot, nos dicen que nos apeemos de las monturas y obligan a subir a los caballos por unas pendientes increíbles en las que no hay ni senderos. Parece que quieran escalar la montaña arrastrando a los caballos.
Remontamos el gran desnivel de nuestra izquierda no sin antes cruzar al menos cuatro ríos helados que los caballos se niegan a pisar. Lo conseguimos a base de insistencia.
Somos concientes de que nos adentramos en un lugar remoto, muy aislado. Ni siquiera estas rudas gentes que se conocen cada rincón quieren adentrarse en este valle que no tiene nombre.
Alcanzamos una altura de 5.100 metros y, ya con el sol en el ocaso y con un frío brutal, decidimos detenernos para instalar el campo base. Han sido casi 40 kilómetros, 1.000 metros de desnivel a caballo, caminando, arrastrando en ocasiones el caballo, sin una parada para comer, ¡y ni siquiera vemos nuestro objetivo! Nos dirigimos al Arniko Chulé, una montaña de más de 6.000 metros, que sólo cuenta con dos ascensiones documentadas.
Montamos nuestras tiendas sin demora para cobijarnos del intenso frío y viento.
Pero alguien grita…
Es el hombre de los caballos, que nos apremia a salir de la tienda y nos pide que veamos algo…
Se trata de una cueva de proporciones notables en la que descubrimos que algo o alguien ha arrancado trozos de tapines de hierba seca de gran tamaño. El agujero es profundo. Observamos marcas de garras. Hay mucha tierra desplazada. Verdaderamente es sorprendente. Llamo a Emilio y lo grabamos todo. El hombre tibetano de la caravana se empeña en repetir sin parar: “¡Yeti, Yeti, Yeti!” ¡Joder!, nos acojona…
Luego, más calmado, el hombre nos contó que un compañero suyo vio al Yeti hace tres días por las inmediaciones de este valle. Dice que se dedica a cazar marmotas en sus madrigueras. Para ello revienta el terreno, ¡y lo hace a conciencia!
El rostro del hombre de los caballos es un poema. Mira a todos lados como intentando descubrir al Yeti. Nosotros nos reímos y hacemos bromas pero él nos mira desconfiando. No le hace ninguna gracia que nos lo tomemos a risa, así que cambiamos nuestra actitud y le damos veracidad al asunto. Sólo entonces se queda a gusto y nos habla de mil historias del Yeti.
En nuestra opinión debe de ser algún tipo de oso. Las marcas de garras y alguna huella más o menos clara nos hace pensar que se trata de un oso aunque, para no perder la magia del lugar, cuando veamos algún boquete más (como nos sucederá más adelante) siempre nos referiremos al Yeti. Así no ofenderemos a nuestro conductor de caballos.
Está claro que viajamos por una tierra indómita plagada de historias fantásticas, de leyendas que se mezclan con realidades difíciles de comprender para nuestra mente analítica. Es la tierra de los corderos azules (que hemos visto a montones), la tierra de las amapolas azules, de una forma de budismo antiquísima que se llama Bon y utiliza el azul en sus ritos. Es la tierra en la que hemos oído historias del Yeti y casi lo hemos visto, además de las mil y una cosas más que nos sorprenden cada día.
Allí estábamos nosotros, contemplando la luna llena al calor de la hoguera que Phunchok prendió con las boñigas de los yaks, a -18º, intentando cenar alguna que otra cosilla porque los víveres ya están muy escasos. La noche es brutal, inmensa. Nos impone a esta altura y en este valle tan alejado de todo.
Nos vamos a los sacos de dormir y cerramos la puerta de la tienda para que o entre ni una brizna del viento que sopla con furia. Es cierto que el frío es intensísimo pero a lo mejor lo utilizamos como disculpa porque en realidad cerramos para que no entre el Yeti. Al final, entre broma y broma, antes de meternos en la tienda todos miramos a todos lados, desconfiados, como el hombre de los caballos.
Mañana será un día muy, pero que muuuuy largo… (continuará)