La caravana, los collados y por fin El Reino del Mustang (1 de 3)
En esta expedición las sorpresas son diarias, y a veces más que sorpresas…
Amaneció un día frío y ventoso, casi tónica habitual, y recibimos la primera en la frente: los yaks no han venido tal y como habíamos convenido. Chiring, con rabia contenida, se dirigió al pueblo que está a dos horas de nuestro campamento. Serían las cinco de la madrugada. A las 10h30 regresaba al campamento, con los yaks y el dueño de los yaks.
Nos sentimos aliviados, pero sólo por poco tiempo, pues el dueño de los yaks, con quien habíamos acordado una cantidad de dinero para que nos alquilara ocho de los dieciocho yaks que viajarán por los altos pasos de montaña hasta las tierras bajas del Mustang, nos dice que no pueden venir ni él, ni su hermano, que son los expertos yaceros. A cambio son sustituidos por dos chicos jóvenes, uno dolpa, y otro nepalí. Los miramos bien y no nos dan ninguna confianza; son muy jóvenes, y sin equipación suficiente para afrontar la serie de collados, algunos extremadamente altos, con mucha nieve y hielo. Es la última caravana del año que sale del alto Dolpo por esta complicadísima y peligrosa ruta y lo tenemos que hacer con estos dos “chavalucos”.
Los dueños de los yaks dicen que “es lo que hay”, se despiden, y allí estamos los que estamos, más 18 yaks, que viajarán por esta dura ruta, la última de la temporada, para ser sacrificados después y vendidos como carne que ayudará a algunos habitantes del sur del Reino del Mustang a pasar el largo invierno. Preparamos todos los paquetes, que dividimos según los pesos, y pronto nos damos cuenta de que resultará una caravana de la que nunca nos olvidaremos.
Estos yaks son salvajes, nunca han cargado nada en sus lomos y los venden porque son los más peligrosos de los rebaños. Se los considera “imposibles”, porque casi nunca obedecen y además son peligrosos porque cornean y atacan. Por eso los venden. Y estos 18 yaks… ¡son nuestros yaks! Son toros de 600 y 700 kilos que hay que cargar y descargar durante más de una semana. Realizar una ruta en esta época es casi imposible…
Tardamos en cargarlos lo que no está escrito y doy gracias a Dios porque están con nosotros Phuntchok, Chiring y Kami, porque si tuviéramos que depender de estos dos muchachos yakeros, no hubiéramos partido nunca. Nos ponemos en marcha y algo va mal. Cada yak hace lo que le da la gana, se vuelven locos, tiran las cargas, las volvemos a poner de nuevo con mucha precaución en los lomos, y de nuevo al suelo. Hasta que hay una desbandada general y todos tiran las cargas. Uno de ellos echa a correr y se pierde para siempre en algún remoto valle. Nunca más veremos a este yak. Ni nosotros, ni su dueño. Primera baja…
Chiring nos dice que cuando un Yak “baila” el resto lo acompaña en el baile. Es decir, que cuando uno se vuelve loco y tira la carga, el resto hace lo mismo.
Menos mal que recuperamos la carga y de nuevo, a base de paciencia, se la colocamos en sus lomos. De nuevo en marcha… ¡Tres horas para recorrer medio kilómetro! El día será muy largo. La jornada transcurre con desbandadas generalizadas, desorden absoluto, los yaks metiéndonos sustos cada poco. Nadie sabe ya qué hacer. Son unos “jodidos” salvajes y no hay quien pueda con ellos, pero avanzamos.
En un momento dado la desbandada es tan brutal que nos tenemos que poner a la defensiva para que no nos ataquen y seis de los yaks, los que no llevan carga, empiezan a correr despavoridos. Desaparecen hacia otro lejano valle. Seis yaks que nunca jamás veremos, y ya son siete los que hemos perdido en un solo día.
Los yakeros jóvenes no se inmutan. Están como absortos por lo que está pasando y uno de ellos está demasiado bebido para darse cuenta del alcance de los acontecimientos. No damos crédito con lo que nos está pasando. Ya sólo nos quedan trece yaks para poder salir del alto Dolpo. Aún nos esperan muchas penalidades… Se nos echa la noche encima a 4.900 metros, en la base de un collado y allí pasamos la noche. Antes atamos a los yaks a pesadas piedras para que no se escapen por la noche. Es una sugerencia de Phuntchok, cuyas ideas siempre son valiosísimas.
Es la noche más fría de toda la expedición, y ocurre algo que nos deja aún más helados…
En nuestro campamento aparecen dos jóvenes mujeres, tres hombres de apenas 18 años y un niño de un año, sin casi ropa, más bien vestido con harapos, sin calcetines, alguno va en zapatillas, otros en sandalias, sin equipaje de ningún tipo, y el niño con la mirada perdida, a punto de morir de frío y hambre. Nos piden ayuda, pero no de palabra, solo nos miran desesperados, y en sus caras se ve el rostro de la muerte y la desesperación absoluta…