Hemos avanzado unos 140 kilómetros desde la última crónica, por supuesto caminando, y a gran altitud. Siempre dormimos por encima de los 4.500 metros, y caminamos a diario muchas horas por encima de los 5.000 metros, que es mayor altura que el mismísimo Mont Blanc, la montaña más alta de Europa occidental. El cansancio hace mella en nuestros maltrechos cuerpos, sobre todo porque todavía no hemos descansado ni una jornada, y ya llevamos más de veinte. Sólo queremos seguir hacia delante aprovechando el buen tiempo que se ha establecido en esta remota parte del Himalaya.
Hemos llegado a una preciosa aldea llamada Shimageoon, donde se nota una cierta prosperidad comparándola con las aldeas anteriores, a excepción de Saldan. Los campos están sobre bancales bien construidos de sólidas piedras del río. Parece un pueblo empedrado, como algunos de la zona de la maragatería, en mi tierra de León. Sus habitantes viven a sólo unas horas de la frontera con Tíbet y es el pueblo más cercano a esos pasos altísimos de frontera con el vecino país. Hemos llegado lo más al norte posible en el alto Dolpo.
Aquí todos los hombres se dedican a las caravanas de yaks en la primavera, para mercadear con los habitantes del sur de Nepal, y las mujeres y niños trabajan los campos y cuidan los animales: cabras, ovejas, tso, o doz. Todavía en esta época sacuden las espigas de cebada para obtener el grano y hacer atados de paja para los animales, que los comerán durante el largo invierno. Parece un Belén viviente, pues las vestimentas, utensilios de labranza, animales y casas parecen sacados de las épocas bíblicas. No exagero diciendo que no atisbamos a ver nada que se parezca a modernidad. Sobre todo nos fascina, como ya conté en la anterior crónica, la ausencia prácticamente total de metales. Sin duda aquí el tiempo se ha detenido y todo sigue igual. Los altos collados de montaña y la gran cantidad de días necesarios para llegar hasta aquí caminando, hacen que sea una parte del Himalaya casi desconocida.
Pasamos una agradable jornada charlando con sus habitantes amigablemente. Les gusta hablar y aún mas con gentes que vienen desde tan lejos como nosotros. Son suspicaces, inteligentes y como comerciantes de grandes rutas, les interesa intercambiar información. Son los últimos caravaneros auténticos que quedan, hacen las mismas grandes y peligrosas rutas desde tiempos inmemorables, y esta sabiduría se trasmite de padres a hijos sin perder un ápice de relevancia. Son duros, trabajadores, rudos y los únicos adaptados a estas condiciones terribles del Himalaya, sobre todo en invierno.